miércoles, abril 18, 2012

HERIDA DE GUERRA


Tras una semana bastante agitada, en medio de la vida siempre movediza, llegué ayer a mis clases de flamenco exhausta. Me puse la falda corriendo, caminé por el pasillo con los zapatos desabrochados y antes de entrar a la sala di vuelta la cara para mirarme al espejo.

El panorama no era del todo digno para enfrentar las guitarras que me esperaban dentro: Tenía el maquillaje chorreado entre los párpados y las mejillas, la falda al revés, no había alcanzado a reponer la polera usada en dos clases anteriores y tampoco había tenido tiempo para amarrarme bien el pelo.

Respiré profundo, estiré los brazos y calenté el cuerpo junto a mis compañeras, al ritmo de unas sevillanas. Nunca han sido de todo mi gusto, pero me ayudaron a dejar atrás los sonidos de la caminata previa a este rincón maderoso.

Antes de que preparásemos las alegrías, hicimos una pausa. Nos miramos y, sin ponernos de acuerdo, pensamos que pese al entusiasmo los rostros agotados no eran compañía para desplegar feminidad. Una de las chicas del grupo sacó de su cartera un colorete rosado y en cosa de segundos una brocha peluda se me agigantó frente a los ojos y después me embetunó.

No tuve tiempo para reclamar, pues la revisión panorámica de este conjunto sonrosado, me conmovió el cuerpo, haciéndolo estallar en movimientos. Atenta a incluir en el entretiempo el taconeo requerido, conciente de la musicalidad de mis zapatos, concentrada en no dejar pasar el momento exacto entre una posición y otra, aterricé todos los clavos del tacón en la parte superior de mi pierna izquierda.

Cuando terminó el baile comenzó a palpitar el pedazo de carne martillado. Recordé lo que había pasado y me levanté los vuelos para mirar. Tenia una Herida de Guerra. 

Me arremangué la polera, acomodé la falda, volví al tablao y seguí bailando.  

lunes, abril 02, 2012

SOMBRAS MIRANDO AL MAR



Vi a un cura medio desguañangado caminar hacia el altar en zapatillas. Cuando empezó a hablar me di cuenta que eso sería lo único que me gustaría de él y me retumbó la conversación que me habían comentado:

-“Sabes, murió el papá de mi abuelo ayer”, dijo Franco sin escándalo.

-“A mí se me murió un tío. Estaba enfermo y ahora está en el cielo”, contestó su compañero.

-“¿Y tu cómo sabes eso? ¿Acaso conversaste con Dios”, preguntó Franco.

-“Si, hablé con él”, agregó el niño.

-“¿Y cuándo?”, investigó Franco, cada vez más incrédulo.

- “Anoche, rezando. Rezo todas las noches”, replicó el amigo convencido.

-“Ah…” expresó Franco respetuoso.

Tuve que aguantarme la risa en plena misa mortuoria recordando este diálogo. Para disimular, empecé a mirar a mi alrededor.

El escenario estaba dividido en dos, con el ataúd (blanco) al medio. Cada familia a su lado, se miraba de costado hasta revolverse con el saludo de la paz. “Esta es tu prima” me decía una voz lejana. “El es Aquiles” me explicaba otro rostro indefinido. Mientras, yo, me nublaba con el llanto de mi abuela.

Un rato después, otra vez en orden, escuchábamos un discurso extraño y, acto seguido, mi tío se levantaba del asiento para replicar.

Adelantaba la escena en cámara lenta y pensaba “Ahora sí que va a quedar la cagada”, sintiendo que todo era tragicómico y evitando mirar a mis padres, que seguro imaginaron lo mismo. Pero no. Los de este lado terminamos conmovidos y nos enfilamos camino al cementerio orgullosos.

Durante el camino, recorría esa ciudad tan estrecha con todos mis ojos pensando en mis múltiples muertes y en toda mi vida.

Apretada entre los cerros y el mar sentía el murmullo de los de la caravana diciéndome cosas con sus experiencias, sin darse cuenta del legado que arrastraban en plena vida.

Al llegar al cementerio sentí que la arena presagiaba un derrumbe y que las tumbas de principios del siglo XX nos mostraban a propósito unos huesos irreconocibles. Miraba a mi tío y mis primos arquitectos rogándoles una remodelación.

Hasta que llegamos al mausoleo helénico y me alivié. El pequeño edificio tenía vista al mar, varias generaciones de compañía y muchas banderitas azules con blanco, flameando solitarias en ese rincón, para siempre.