Todos los
asistentes habían dejado las graderías, arrancando de la tarde calurosa después
del encendido pasatiempo. Todavía quedaban varias horas para el anochecer de
verano, que siempre llega atrasado. En el escenario que comenzaba a desolarse,
los asientos antes relucientes empezaron a mostrar sus pifias.
Un raspón de
pintura, un pedazo de madera emblandecido por los hongos y el chirrido de las
partes metálicas sin aceitar recordaban a la gitana que el brillo depende de los
ojos que lo miren. Cuando esa mirada busca encandilarse, encuentra el dorado,
como quienes caminan tras los cántaros al final de arcoíris.
Mientras
pensaba en la imagen de sí misma años atrás, corriendo tras las franjas de
colores que aparecen cuando el sol atraviesa pequeñas gotas de agua, también
veía a la mujer que décadas después volvía a desilusionarse cuando el final se escapaba
de su recorrido. Con las manos empuñadas, trataba de sostener el desvanecido
jarrón de la esperanza, sin poder sujetarlo, una y otra vez.
En eso
estaba cuando escuchó el rugido desgarrador de un toro en medio de la arena. Se
dio vuelta para observar de cerca la danza de esos hermosos músculos negros todavía
palpitando aniquilados por la impotencia, las pezuñas combatientes apretando
con ímpetu la tierra que le hacía sangrar las patas, la furiosa respiración que
le arrancó el pecho -haciéndoselo saltar por los aires como si se le fuera a
escapar el corazón- la enorme y potente cabeza gacha dispuesta a un ataque inexistente,
peleando contra sí mismo, enceguecido por el ruido lloroso de las palmas de la
gitana que sonaban cada vez más tímidas, abochornadas del poderoso eco que le
daba ese escenario. La belleza de los filudos cuernos, todavía relucientes, la
conmovió aún más.
Él se
preparaba para la estocada final, cansado de esos ojos tristes que lo miraban
hace rato, aburrido del sollozo filudo de los tacones cada vez más lejanos,
ansioso de volver al lugar que había escogido para descansar. A lo lejos, una
laucha insignificante atravesaba rauda las puertas traseras del estadio.
Y entonces
vino el huracán negro. Primero, la rodeó de recuerdos felices, simples como los
instantes que se asoman cuando ella se adormece en los días buenos, entrecerrando
los ojos antes de caer rendida, mientras mira las hojas tras el ventanal que la
mecen y arrullan recordándole que el tiempo se parece a los árboles. Luego,
como si todo fuera un sueño, se enfrentó al laberinto donde el toro se hace
mitológico y se transforma en minotauro.
De pronto se
encontró sobrevolando el mar, muy cerca del sol, enceguecida por los recuerdos
de los cristales de tierra que flotaban en el aire sobre la arena que habitaba
el toro, el de antes. Todo se confundía con el final del arcoíris, mientras los
poderosos rugidos del pasado se alejaban con el mecer de las olas que aparecían
en la costa, ahora bajo la luna. Perdida, sintió vergüenza y se escondió para
siempre en la primera isla que encontró a su alcance, atorándose con las
pelusas de arena mojada que tragó sin darse cuenta al aterrizar, esperando que
todo hubiera sido mucho más que un sueño.
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