Mi amiga Marcela de España me envió un ensayo sobre lo próxima que es la distancia entre
nanas y patronas. Me recordó la discusión que habíamos tenido en un bar con un grupo de compañeras sobre el comportamiento de las jefas de casa.
El choclón era bastante heterogéneo: había una representante de la descendencia criolla más adinerada; una psicóloga, hija de empleada doméstica, primera profesional de su familia; una doctora pachamámica; una viuda de pololo joven muerto en accidente de auto, independizada a la fuerza; una azafata emprendedora; una artista de abuelos pudientes y padres arruinados; otras figuras de la clase media chilena y yo, claro.
Los discursos eran similares. Detallaban ejemplos de buen trato con las mujeres que trabajaban en sus casas “
yo siempre las saludo de beso”, “
el otro día me enojé con mi suegra porque me habló en inglés delante de ella”, “
mi mamá le ayudó a mi nana a comprarse un auto”, “
mi abuela se trajo al marido a trabajar a la casa de chofer”.
Pareciera que supieran que no queda más que hacer. Si salvo a uno, creo una excepción en medio de este mundo sin remedio. Pienso que así como están las cosas, solo puedo ingresar algunos polizones al arca de Noé. El diluvio vendrá de todas maneras.
Las miraba y pensaba en lo endeudadas que estaban todas esas mujeres con sus patronas. Con tanta
cercanía debe ser difícil decir que no a las horas extras, las tareas no incluidas en el contrato, las contenciones emocionales solicitadas de manera gratuita, el techo gratis a cambio de falta de privacidad e inmiscusión en las juntas, horarios y demases de la mujer allegada, en fin.
Me acordé de una película que vi hace años. Creo que la patrona de la casa ubicada en la más agradable campiña francesa era la Jacqueline Bisset. Ella y su adorable familia nunca se dieron cuenta que la mujer que trabajaba para ellos era analfabeta. Ofuscada por la vergüenza, soportó que la enviaran al oftalmólogo y la invitaran a estudiar.Terminó escopeteando a toda la familia, hija embarazada incluida.
Es una cosa extraña esto del cuerpo sujetado. Se contiene, se resiente, tratando de acomodarse sin éxito. Sonríe. Atiende. Agradece. En ocasiones intenta ser sensato y busca alternativas. Hasta que se ve sin salida. Siente que su cuerpo allegado es igual al de mil prisioneros que han estado así miles de años, por toda una eternidad, sin escape, ni esperanza.
La dominante también lo reciente, sin conciencia seguro. Ubicada desde siempre, quizá, en una relación asimétrica, no le queda más alternativa que cumplir culposa, los designios de la estructura. El oráculo le dicta en reuniones sociales, conversaciones con amigas, almuerzos familiares, reuniones de apoderados, la compostura que debe adoptar.
Probablemente la simetría que comparten, el género, las hermana a ratos, en lo secreto quizá. Pero en la exposición de lo público, vuelve a instalarse la división, ubicando a cada cual en su lugar, haciéndoles recordar que el momento mágico de la complicidad es, en el mejor de los casos, nada más que un respiro, ahora suspiro, momentáneo, finito, perpetuable por instantes y recuerdos. Como la felicidad. Como todo lo sujeto. Como todo lo humano que conocemos.