lunes, abril 02, 2012

SOMBRAS MIRANDO AL MAR



Vi a un cura medio desguañangado caminar hacia el altar en zapatillas. Cuando empezó a hablar me di cuenta que eso sería lo único que me gustaría de él y me retumbó la conversación que me habían comentado:

-“Sabes, murió el papá de mi abuelo ayer”, dijo Franco sin escándalo.

-“A mí se me murió un tío. Estaba enfermo y ahora está en el cielo”, contestó su compañero.

-“¿Y tu cómo sabes eso? ¿Acaso conversaste con Dios”, preguntó Franco.

-“Si, hablé con él”, agregó el niño.

-“¿Y cuándo?”, investigó Franco, cada vez más incrédulo.

- “Anoche, rezando. Rezo todas las noches”, replicó el amigo convencido.

-“Ah…” expresó Franco respetuoso.

Tuve que aguantarme la risa en plena misa mortuoria recordando este diálogo. Para disimular, empecé a mirar a mi alrededor.

El escenario estaba dividido en dos, con el ataúd (blanco) al medio. Cada familia a su lado, se miraba de costado hasta revolverse con el saludo de la paz. “Esta es tu prima” me decía una voz lejana. “El es Aquiles” me explicaba otro rostro indefinido. Mientras, yo, me nublaba con el llanto de mi abuela.

Un rato después, otra vez en orden, escuchábamos un discurso extraño y, acto seguido, mi tío se levantaba del asiento para replicar.

Adelantaba la escena en cámara lenta y pensaba “Ahora sí que va a quedar la cagada”, sintiendo que todo era tragicómico y evitando mirar a mis padres, que seguro imaginaron lo mismo. Pero no. Los de este lado terminamos conmovidos y nos enfilamos camino al cementerio orgullosos.

Durante el camino, recorría esa ciudad tan estrecha con todos mis ojos pensando en mis múltiples muertes y en toda mi vida.

Apretada entre los cerros y el mar sentía el murmullo de los de la caravana diciéndome cosas con sus experiencias, sin darse cuenta del legado que arrastraban en plena vida.

Al llegar al cementerio sentí que la arena presagiaba un derrumbe y que las tumbas de principios del siglo XX nos mostraban a propósito unos huesos irreconocibles. Miraba a mi tío y mis primos arquitectos rogándoles una remodelación.

Hasta que llegamos al mausoleo helénico y me alivié. El pequeño edificio tenía vista al mar, varias generaciones de compañía y muchas banderitas azules con blanco, flameando solitarias en ese rincón, para siempre.

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