sábado, abril 16, 2011

SIN MOÑO


Se supone que las abuelas son dulces. Usan moño gris y cocinas galletas para los nietos.
 Una de mis abuelas se creía la Elizabeth Taylor del barrio cuando yo nací. Usaba delineador negro, y se contorneaba curvilínea en unos jeans pata de elefante por la cuadra donde pololeaban mis papás.
 La otra me enseñó a echar chuchadas, bien dichas, claro. Cuando era chica y estaba en la ducha, ella llegaba con productos para el pelo y me daba la lección de vida “siempre hay que tratar de no verse fea”. Después me llevaba al santuario de los zapatos y las joyas.
Una vez al año me quedo con mi abuela de los jeans en el verano. Llego en la noche, trago todas las delicias que prepara, regaloneo con mi tata y duermo en la mejor cama de la cabaña. Al día siguiente, después de almuerzo, parto con mi abuela a la playa, siguiendo el mismo recorrido que ha hecho durante cincuenta años. Nos sentamos bajo el quitasol, en medio de las conchitas, al lado de las rocas, cerca de la orilla del mar. Y hablamos.
La primera vez que lo hicimos me di cuenta que en treinta años no me había enterado que nació en el Valle de Elqui, que jugaba con los chanchos y que mi bisabuelo nunca aprendió español. También supe que cuando se casó, no sabía cómo llegaban los niños al mundo, aunque después tuvo tres, entre medio, a mi mamá.
Una de las veces que fui estaban arreglando las veredas. Mi abuela partió a la Municipalidad a alegar por el mal diseño. Explicó detalladamente por qué los trabajos iban a taponear las entradas de los autos. Cuando terminó le preguntó al encargado ¿firmo el reclamo a nombre de mi marido? Ni ella misma se había dado cuenta cómo los cambios de las últimas décadas la habían transformado.
Con la otra, la Raca, hace tiempo que no me siento a conversar. Cuando era chica me recostaba en la orilla de su cama con los palillos preparados para la lección de tejido. Ella sacaba los chocolates suizos que escondía bajo la cama y derretíamos juntas el cacao con la lengua, mientras conversábamos. “Me encanta la vida ajena”, decía, cerrando la frase con una carcajada. No puedo negar que a veces se pone pelotuda, pero amo su risa.

Antes se iba de viaje con sus hermanas. Gozaban la travesía, disfrutaban los paisajes, los malentendidos en inglés, las comidas europeas y las termas del Caribe, riéndose de las pechugas caídas con los años.
Quizá con mis hermanas haremos lo mismo en algunos años más.
Me gustan mis abuelas sin moño.


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